Salió de su casa más segura que nunca con sus nuevos zapatos, que había conseguido la tarde anterior volviendo del trabajo. Eran verdes. Caminó hasta la esquina que acostumbraba a mirar desde su ventana en las noches mientras recibía su dosis diaria de café y nicotina. En la esquina había un teléfono, verde también, desocupado. Cogió la bocina y marcó 7 números.
- Buenas días. ¿Podría comunicarme por favor con Martín?
- Hola Mar. Esa mujer me odia.
- Si, a las 4 de la tarde
- Donde siempre idiota
- Ah, prometo que las palomas no te cagarán
- No, no. Prometo también no regar mi cerveza en tus pantalones.
- Bueno. Un beso, pero nada más.
- Adiós. Necesito las monedas para comprar cigarrillos.
Las monedas no eran una excusa para colgar, nada la hacía más feliz que llamarlo: llamarlo Mar, quejarse de cuanto la odian, decir algunas tonterías. Decidió entonces caminar hasta donde usualmente se paraba un señor de unos 60 años, quien con seguridad podía tener unos 40 o unos 80 ella nunca fue buena para ese tipo de cálculos. Le hacía señas cuando pasaba en las mañanas y en las noches. Le encantaba saludarlo y le recordaba al Papa. Esa mañana decidió parar a preguntarle cómo estaba a comprarle unos cuantos cigarrillos y una menta. Extrañaría al Papa.
Mar estaba sentado esperando en la banca de siempre con la camisa de cuadros de siempre con el pantalón negro raído de siempre con la hermosura de siempre comiendo helado de cereza.
- Conocí a otro Papa.
- Era mejor que el tuyo, lo puedo asegurar.
- Jódete tu y tu pensamiento de que tu Papa es el mejor de todos.
- Dame un beso.
- Siempre saben a cereza.
- Te amo.
- Ya no será solo uno.
- ¿Por qué? Por que eres imposible.
Necesito encontrar un lugar donde vivir. Necesito un techo para ver las estrellas y leer Cronopios y Famas. Mar y yo decidimos lanzarnos una vez más en la tortuosa aventura de tratar de encontrar una casa. Odio tratar de encontrar un lugar. Claro que hasta debajo de un puente sería feliz si Mar está. Mar, Mar, Mar, tan perfecto, tan estúpidamente perfecto.
Una vez estando acostados a las 4am de un martes en su cama. Vomité un Te amo Mar. No se si fue la presión de su abdomen contra el mío o el vino. Pero hubo una revolución de mariposas en mi estómago. Una revolución de latidos en mi pecho. Él me miró con esos ojos y me dijo: yo también corazón. No supe que decir. Solo quería abrazarlo hasta el último amanecer de mi vida.